sábado, 13 de marzo de 2010

La brava perfecta

Dicen que las mejores patatas bravas de todo Barcelona se hacen en el Bar Tomás. Naturalmente es mentira. Las mejores tapas de bravas solo se pueden encontrar en un antro llamado Bar Racuda, como no lo voy a saber si antes era su cocinero. Llevaba años especializado en ellas, cocinando las mismas patatas una y otra vez. O esto pensava.

Aquella vez noté una química especial entre cocinero y cocinado. Podía ser la patata, o las especies, o el aceite refrito por treceava vez, o yo mismo; o el dia, el minuto, el segundo preciso; o todo a la vez. Sea como fuere, mientras cortava las patatas me sentí Frankenstein creando a su monstruo. Las llamas de los fogones brillavan como relámpagos en la noche. Freir, secar, aliñar, nunca antes habían estado tan llenos de magia. Entonces me di cuenta que estava creando las mejores bravas que haría jamas. Mejor dicho, las mejores bravas que se harían nunca jamás. Y así fue.

El plató quedó estupendo, ni en los anuncios existían patatas tan apetitosas. Verlas era volver a creer en el amor a primera vista. Así que, antes de dejarlas al camarero, tuve la necesidad de probar una. No es que me tentaran, me obligavan a ello. Tomé la patata elegida. Acaricié su superficie rugosa. Me estremecí como si hubiera tocado una teta desconocida. La olí, el picante adequado, la dosis justa de allioli. Se me rizaron los pelos de la nariz. Salivé. Y la comí. El crujido de la piel de la patata estalló en mi boca como una estrella que se convierte en supernova. Mi paladar se iluminó. Debajo la primera capa se encontraba una patata con corazón, tierna, afectuosa, cálida, gustosa y llena de un montón de páginas de adjetivos encantadores. Aquellas patatas eran únicas, irrepetibles. Es dificil para un pobre cocinero transmitirlo en palabras. Levité.

Y lloré, lloré de risa, de una alegría que no cabía en mi cuerpo.

Pero entonces me di cuenta de la brevedad de mi amor, del cliente esperando su ración, del calor evaporándose de cada uno de aquellos trozos sublimes.

¿Que debia hacer? ¿Comerlas todas rápidamente? ¿Hacer desaparecer mi creación dentro de mi mismo? ¿Negar al mundo tamaño descubrimiento? ¿Intentar hacer otras? No podía. No podía comerlas ni tampoco dejarlas. No podía ni siquiera hacer otras. Eran mi obra maestra, y a partir de ellas, lo sabía, todo sería cuesta abajo.

Las lágrimas se me volvieron tristes.

Nunca he sido muy decidido. Tenedor en mano, decidí escoger una opción intermedia. Así que me las empecé a comer a camara lenta, alargando al máximo cada beso de patata, cada gota de salsa, cada caricia en el paladar. Hasta que apareció el camarero.

"Jaume, donde estan las bravas de la siete?!... Te encuentras bien?" El camarero me miró preocupado. Lo sentí tan lejos... Por un momento me di cuenta vagamente de mi situación: llorando, sentado en el suelo, comiendo las bravas que quedavan. Nada del exterior hubiera podido hacerme mover. Menos que me quitaran el plato de delante. El camarero era expeditivo, cambío el plato por uno más pequeño y puso un nuevo tenedor. Y luego se las llevó, así, sin más, vi como ellas desaparecían en sus manos. Fue como si una chica se levantara de la cama, me dejara solo, a punto de llegar al orgasmo y se fuera con otro. Me sentí vacío al ver como el cliente las engullía con vicio en un santiamen. Babeando como un viejo verde.

En aquel momento algo rebentó en mi interior, el rencor me hinchó las venas y proyectó mi brazo hacia él. El puñetazo fue improcedente. El despido, también.

Después de aquello, despechado, me submergí en el alcohol y me busqué un trabajo de coctelero que me proveiera de matería prima. Pasó el tiempo y me curé, el alcohol me cicatrizó las heridas.
Todo iba genial... hasta que cree el White Russian perfecto.

1 comentario:

  1. Bravo!!! Recorda'm que et deixi escoltar "Negra i criminal" de Dani Nel·lo.

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